El puente del beso

Había subido desde las costas de Argel y Tingitania hasta nuestros mares cantábricos una pequeña flota de piratas berberiscos que con sus contínuas incursiones tenían atemorizados a todos los pueblos de la costa desde Avilés hasta Navia. Los barcos berberiscos, más pequeños, ágiles y ligeros que los grandes barcos de la flota del rey, escapaban de contínuo de todas las persecuciones y parecía que fuera imposible detenerlos nunca.

Mandaba la flota pirata un moro llamado Cambaral, famoso por la extrema crueldad que mostraba en sus asaltos y por lo ingenioso de sus ataques. Entre su pericia como capitán y las características de sus embarcaciones ciertamente era difícil capturar siquiera alguno de los barcos que componían la flotilla.

Cansado de las tropelías que cometían los berberiscos, el señor de la fortaleza de Luarca, también conocida como La Atalaya, decidió que ya era hora de acabar con ellas y que dado el fracaso de la flota real se hacía necesaria una nueva estrategia que facilitara su captura. Embarcando a sus más fuertes y aguerridos guerreros en sencillas embarcaciones de pesca, bien disimulados entre sus aparejos y artes, salieron a la mar a esperar que apareciese la flota berberisca. A pocas millas de Luarca se pusieron a pescar con la intención de que los moros les viesen como un botín fácil y de que confiadamente les asaltaran.

Efectivamente, en cuanto aparecieron los barcos berberiscos y vieron las barcas de pesca se lanzaron a su ataque. Pero cuál no sería su sorpresa que en cuanto se acercaron a ellas vieron que salían decenas de guerreros perfectamente armados y preparados para el abordaje, y que eran las inocentes barcas las que les atacaban a ellos y no al contrario como tenían previsto. El combate fue largo y cruento pero la sorpresa y maniobrabilidad de las barquillas dieron toda la ventaja a los luarqueses. Cambaral fue hecho prisionero, cargado de cadenas y conducido a la fortaleza de La Atalaya en cuyas mazmorras lo encerraron sin curarle siquiera las heridas.

Mientras el señor de Luarca y sus aliados festejaban el triunfo y preparaban los despachos para anunciarle al rey la buena nueva, la hija del señor, una bella doncella de espíritu generoso y gran corazón pidió permiso para curar las heridas y se dirigió a las mazmorras.

Había poca luz allí pero parece no les hizo ninguna falta pues fue verse siquiera entre las sombras para que surgiera entre ellos el más puro amor. A pesar de las heridas o quizá por ellas mismas Cambaral comenzó a sentir lo que todas sus correrías le habían ocultado: que era huérfano de corazón, que podía hallar descanso y sosiego al fin en este amor que se le ofrecía. La hija del señor que nunca había sentido las punzadas del amor noble curó las heridas casi con veneración pero también con una congoja que la atenazaba, pues conociendo bien a su padre sabía cuál iba a ser el destino de Cambaral y por ende más que probablemente el suyo.

En aquella semioscuridad se declararon su amor mútuo y se hicieron promesas grandilocuentes con que los amantes noveles adornan la adversidad. Pero cuando Cambaral se recuperó de sus heridas volvió a emerger en él su audacia y su ingenio que tan bien le habían servido en sus correrías por todas las costas, desde Argel hasta el Cantábrico, y planificó la fuga de ambos.

Fue una huída alocada, sin posibilidades de éxito prácticamente, pero los ojos de los amantes no veían sino el momento en el que su amor podría al fin desplegarse, herirse con sus besos, consumarse en su pasión. No veían otra cosa cuando bajaban hacia el puerto desde la fortaleza, escondiéndose en las esquinas, corriendo atropelladamente y buscando, ya en los muelles, el barco de Cambaral.

Sin embargo el señor de la fortaleza ya había sido avisado de la fuga y con un destacamento de tropas esperaba a los amantes en el puerto. Allí acabaron sus sueños y pusieron a prueba todas aquellas promesas que se habían hecho. Viendo imposible la huida Cambaral abrazó a la hija del señor de Luarca, ambos se miraron como si estuvieran diciendo algo que no se puede decir (amor que nace a oscuras, oscuro muere); se besaron como si ya nunca más se pudieran besar (ya nunca los labios volverán a soñar)... Y así fuera que el señor de Luarca loco de ira, incapaz de soportar aquel beso que para él era blasfemia, de un solo tajo cortó ambas cabezas las cuales fueron a escabullirse, en su beso final, a las frías aguas del puerto, justo donde años después se levantaría el llamado Puente del Beso.

La leyenda de Cambaral ha dejado una gran huella en la villa de Luarca. El barrio de pescadores lleva su nombre y se suele distinguir dentro de él el Cambaral Alto, que es donde habría estado la fortaleza (hoy, en su lugar, hay un monumento, llamado, precisamente, la Mesa de Cambaral), y Cambaral Bajo, que es donde está el muelle.



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