Los niños de la guerra 1 de 3

Hay relatos que encogen, y el que sigue es uno de ellos.

Con los datos obtenidos de varios (todos reales) se ha hecho una especie de recopilatorio, de historia hilvanada que cuenta lo que ocurrió durante la posguerra española, aquella que duró más años que la propia guerra.

Es extenso, muy extenso, quizás más de lo que se considera "leíble" en un blog, pero tan profundo que he querido traerlo íntegro, pero lo he dividido en tres entradas para hacer más sencilla esa lectura. Espero que alguien más, aparte de mí, sea capaz de parar su tiempo y leerlo entero porque vale la pena.

Las guerras siempre son por voluntad de unos cuantos, pero algunas (y la Guerra Civil Española lo fue) son más crueles porque continúan una vez terminada durante más de una década.

Comencemos.

El presente relato es una ficción realizada a partir de diversos testimonios verídicos, que nos ha servido como hilo argumental de la exposición. De hecho este testimonio ficticio podría ser cualquiera de las memorias de infancia de los niños que sufrieron la guerra del 1936.

No he explicado nunca a nadie mi historia. Los padecimientos y el dolor que experimenté a raíz de la Guerra Civil los he guardado púdicamente para mí. Al principio me hacía miedo explicarlo, pues sola y sin familia, lo que quería la niña pequeña y desvalida de aquellos años oscuros era parecerse al resto de niñas acogidas en la casa de misericordia y, después, a las compañeras de trabajo en el taller de confección donde trabajé a lo largo de muchos años. Era consciente, sin embargo, que mi historia no era la única, que todas habían sufrido mucho y que, quizás, sus ojos hundidos esconderían vivencias y padecimientos todavía más grandes que los míos. Pese a todo, esta parte dolorosa de mi vida, la que me hizo pasar de ser una niña alegre de Madrid, a una mujer amargada de un barrio obrero de Barcelona después de perder mi familia en pocos años, era el único fragmento de mi vida anterior y quería mantenerla incólume, sin ensuciarlo por el solo hecho de hablar de ello. Me lo arrancaron de cuajo todo: padres, hermanos, futuro, incluso mi nombre, pero no me pudieron hacer olvidar.

Ya hace muchos años que tenía ganas de explicar mi historia, de decir todo aquello que me ha hecho mal a lo largo de la negra noche de la posguerra. Parece que ahora, sesenta años después del final de la guerra, y veinte y cinco de la muerte del dictador, algunos supervivientes empiezan a hablar para explicar todo aquello que vivieron. Quizás no es demasiado tarde. Para ellos sí, las suyas -nuestras- vidas, quedaron marcadas por el padecimiento y nadie podrá devolvernos aquello que perdimos, sin embargo, cuando menos, tengo la esperanza que explicando nuestras vidas alguien tome conciencia de lo que pasó y valore nuestros padecimientos aunque sea sólo para evitar que puedan volverse a repetirse.

Dicen que los que ya somos viejos tenemos miedo de otra guerra, nos dicen que ahora eso es imposible, que la política y la situación del país no permitirían que una situación como la que vivimos en 1936 se reprodujera ahora. tienen seguramente razón, sin embargo todavía me recuerdo de aquellos que, después de la muerte de Franco, utilizaban el fantasma de la guerra para pedirnos que olvidáramos nuestros padecimientos, que teníamos que sacrificarnos otra vez para conseguir un país libre y moderno. Siempre he tenido el íntimo convencimiento que nos traicionaron una segunda vez, esta vez los herederos de unos partidos políticos que perdieron la guerra y que ahora lanzaron una segunda paletada de tierra encima nuestro. En 1977 muchos de los que sufrimos y fueron represaliados en las prisiones franquistas, con padres, hermanos o hijos fusilados en los márgenes de las carreteras por los militares o los falangistas, o condenados en los consejos de guerra después del año 39 y ejecutados, todavía eran vivos y podía haberse reparado una parte, ni que fuera pequeña, de sus padecimientos, sin embargo no fue así. Incluso a lo largo del mandato del gobierno socialista se avanzó muy poco en este tema, con algún acto puntual y la obtención de unas pequeñas pensiones creyeron que ya habían cumplido con nosotros y se nos sacaron de encima. Y ahora, ni siquiera puede conseguirse que el Congreso de los Diputados declare la responsabilidad de los fascistas en el inicio de la Guerra Civil.

He visto por televisión un reportaje sobre Los niños perdidos del franquismo que me lo ha removido todo. Todavía me hago cruces que alguien haya sido capaz de explicar una historia que, a pesar de afectar a un gran número de niños y sus familias de antes y de ahora, no se había explicado nunca. Nos habían condenado al olvido por dos veces, por vencidos primero y por incómodos, espectros vivientes del pasado desprendido. Veo también en los diarios que se han empezado a excavar algunas fundiciones comunes de los fusilados en la guerra, y que, incluso se pide a la ONU que intervenga para reparar, ni que sea moralmente, aquellos crímenes, el genocidio de un pueblo hecho en muchos casos por los propios vecinos, amigos, conocidos y, incluso, familiares de los vencidos. No hay nada más parecido a un muerto que otro muerto. Cuándo veía por la televisión las noticias de las horribles matanzas en las guerras de Yugoslavia, siempre pensaba lo mismo al oír las palabras de compasión y rechazo de los políticos que han querido olvidar que nosotros, en España, tenemos un pasado más oscuro del que nadie hacía caso.

Ahora, mi limpia Clara, que estudia en la Universidad, la primera de mi familia que ha podido hacerlo desde la guerra, me pide que le explique mi historia para un trabajo de Antropología. Recogerá mis recuerdos en una cinta de una cassette y los pondrá por escrito sin faltas de ortografía. Yo eso no podría hacerlo así que nos hemos sentado en torno a la mesa del comedor, con su madre, que nunca ha oído esta historia y he empezado a hablar. Las palabras han salido fluidas, rápidas, ordenadas, preparadas como si de las filas de un ejército se tratara, un desfile que hacía mucho tiempo que esperaba el orden de marcha. Aquí están mis recuerdos.

Cuando mi mundo se rompió en añicos era demasiado grande para olvidar y demasiado pequeña para poder hacer nada por evitar todo aquello que me pasó. Este hecho hizo que en mí se sumaran dos conciencias: la real de quién era, que conseguí preservar pese a todo ello que después ocurrió, y la impuesta después de la guerra con la que hasta hoy he tenido que convivir. aunque en mi DNI figure coma Maria Concepción Expósito Hernández, mi nombre auténtico es Margarita López Real. Nací en Madrid el 15 de junio del 1925, tercera hija de Ramón y Maria, y tengo plena conciencia que fui la chica preferida de mis padres, la niña bonita de una familia de clase media con dos hermanos más grandes que yo, Pablo y Damián. Tengo recuerdos claros de mis primeros años pues creo que lo que vino después contribuí a fijarlos perfectamente a mi memoria como un escudo contra los tiempos más duros que he tenido que vivir. Como pasa a todos los viejos, he olvidado muchas cosas de mi vida, incluso a veces se me hace difícil recordar lo que he hecho hace unos meses o unas semanas, pero los hechos de mi juventud, quizás por ser precisamente eso, mi juventud, todavía los tengo claros, recientes, como si justo ayer hubieran pasado, como si creyese, de la misma mamera, que manteniendo su recuerdo se podrían borrar los hechos y retomar el hilo de su primera vida.

El padre era maestro en un colegio de la calle Narváez, cerca de nuestra casa, un centro que después de la guerra fue entregado a una congregación religiosa, a unas monjas, he olvidado de qué orden, que, por lo que supe después, cambiaron de arriba abajo el sentido y los fundamentos de la escuela y lo convirtieron en un centro para niñas de casa buena del barrio de Salamanca. La madre me explicó, y yo lo he leído después, que el padre era un defensor de la Escuela Libre de Enseñanza que precedió las reformas educativas organizadas por la Segunda República. Yo entonces no lo comprendí, sin embargo todavía tengo grabadas en la memoria las imágenes de la gente bailando por las calles el 14 de abril del 1931 cuando se proclamó la República y el rey huyó. Yo he visto a la gente encima de del tranvías hacia la Puerta del Sol gritando, riendo, exultantes de felicidad. El padre nos llevó a toda la familia a pasear por el centro de Madrid y, después de mucho caminar, se agachó, me alzó a cuestas y me sentó encima de sus hombros diciéndome: "Pequeña, mira bien todo eso y no olvides nunca, hoy empieza el futuro para todos nosotros". Pobre papá, nunca supo hasta qué punto se equivocó.

... Continúa.

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