Los niños de la guerra 2 de 3

Fui a la escuela hasta junio del 1936 y recuerdo muy bien algunos detalles. Niños y niñas compartíamos a las clases, algo que no se había visto hasta entonces y que después de la guerra se suprimió, volviendo a una educación separada a lo largo del franquismo que nos hizo miedosos como personas y que, a las mujeres, como a tu madre, las impidieron acceder a la cultura. A veces creo que aprendí más yo el tiempo que estuve en la escuela antes de la guerra y después en Francia y Bélgica, que tu madre todos los años que fue a la escuela. Porque tu madre fue a escuela, pues el abuelo y yo no quisimos que dejara los estudios para trabajar, que eso ya lo hacíamos nosotros, y mira que muchas veces no era fácil poner un plato en la mesa y muchos niños trabajábamos desde muy pequeños para ayudar en casa pero así tu madre pudo entrar a trabajar primero en una tienda haciendo albaranes y llevando los números de la caja, y después en aquella empresa del Paseo de Gracia hasta que se jubiló.

Recuerdo de la escuela que los maestros nos trataban a todos, niños y niñas, por igual, y que en las clases realizábamos experimentos, nos explicaban las ciencias naturales, la biología, el cuerpo humano y, incluso, nos llevaban de excursión a la Casa de Fieras del Retiro a ver los animales. También en el parque de la Fuente del Berro, y en la Casa de Campo a estudiar los árboles y las plantas, y nos llevaban al Museo del Prado, y a ver los monumentos de Madrid. Leía mucho y era muy espabilada. Todo el mundo decía que podría estudiar e ir a la Universidad. Los padres no me dijeron nada, pero yo quería ser médico. Cuando ahora lo pienso y recuerdo lo que ha sido mi vida, me vienen ganas de llorar, de hacer estallar la rabia contenida a lo largo de tantos años. Maldecidos sean todos. Cuando yo tenía once años todo se hundió de golpe. En febrero del 1936 el Frente Popular ganó las elecciones y las izquierdas recuperaron el poder después de dos años de gobierno de derechas. La gente reía de nuevo por las calles pero también había un cierto sentimiento de miedo que se notaba en el ambiente. El padre decía que los militares, los fascistas intentarían algo contra la República, que no se conformarían a perder sus privilegios, que hacía falta vigilar, que la República podía estar en peligro. En casa, mis hermanos discutían con el padre y explicaban que entre sus compañeros en el Instituto había gente de todos colores, falangistas seguidores de José Antonio, inflamados por el poder de los gobiernos fascistas de Alemania y Italia, comunistas, socialistas, anarquistas; decían también que las reyertas eran cada vez más frecuentes y que incluso se habían llegado a enfrentar a tiros por las calles de Madrid.

Cuando llegó el verano, la madre pensó que lo mejor era que nos fuéramos a pasar el verano con sus parientes de Bilbao, que tenían una pequeña casa, un caserío le decían, en el campo. La madre, Damián y yo nos fuimos a principios de julio del 1936 en tren hacia Bilbao, y el padre y Pablo se quedaron en Madrid, el padre trabajando y Pablo preocupado por su chica que entonces le daba calabazas y lo hacía sufrir. Habíamos reído mucho con sus problemas con las chicas, él, que era muy bien plantado y tanto decidido por otras cosas, no sabía como decirle ni buenos días. Los primeros días de julio pasaron muy rápidos, muy divertidos. Recuerdo que fuimos a la playa a bañarnos al mar y que el agua estaba muy fría. Mis primas, más acostumbradas, se reían de la niña de capital que tenía frío, y un poco de miedo, de meterse en el mar, y yo las perseguía por la playa para estirarles las trenzas. De repente, un día, la madre y los tíos comentaron muy alarmado que el ejército se había levantado en armas a África y que había combates en muchas ciudades. Todos decían que este golpe sería como el anterior intento del general Sanjurjo, que pudo resolverse rápidamente, pero pasaron los días y la situación se haga cada vez más complicada, pues el País Vasco y los territorios fieles a la República del norte habían quedado aislados del resto para las zonas controladas por los sublevados. Peor todavía, Pablo pudo comunicarnos que el padre había muerto en los combates para tomar a los militares el control de los cuarteles de Madrid, en el Cuartel de la Montaña. La última vez que estuve en Madrid reuní bastante valor para ir a ver el lugar donde murió mi padre; no había nada, pues muchos años después de la guerra arrasaron el solar para construir un parque donde instalaron también un templo egipcio. Nada recuerda que en aquel lugar se defendió la República, parece que se mejor recordar los egipcios que nuestros muertos. El grito de la madre cuando recibió la noticia de la muerte del padre me traspasó el cerebro y todavía ahora puedo oírlo de día y de noche. No lo olvidaré nunca, pues fui consciente, no me pida como, que con aquel grito había perdido mi vida. Mis hermanos Pablo y Damián se alistaron. No los volví a ver nunca más.

Después de salir del orfanato intenté averiguar que había sido de ellos. Su historia podría ser una más del millar de pequeñas historias en que se coló el futuro de los vencidos en la guerra civil, sin embargo era la historia de mis hermanos. Pablo hizo toda la guerra luchando en el frente de Madrid pasando todo tipo de penalidades y peligros en las trincheras de la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria; ya vea qué ironía del destino, mi hermano arriesgando la vida en los mismos lugares donde habíamos ido a pasar los días de fiesta con el padres y donde él estudiaba antes de la guerra; hacia el final, cuándo el fin de la República ya era seguro, su unidad fue trasladada al Levante y acabó en los muelles de Alicante, con los últimos soldados del ejército republicano y millares de fugitivos desesperados amontonados en el puerto sin nada esperando la llegada de los barcos que Francia y Inglaterra prometieron enviar para evacuar a los fugitivos del ejército fascista. Los barcos no llegaron; por miedo a Alemania y la República gobernada por los comunistas permitió que millares de personas cayeran entre las garras de los vencedores, mediante una omisión de socorro que no era más que un crimen encubierto, uno más de los muchos que hicieron a lo largo de la guerra cuando cerraron los ojos a la ayuda de los alemanes y los italianos a los fascistas mientras ponían todo tipo de dificultades para permitir la llegada de los suministros militares a la República. Vea, una democracia hundida con la ayuda de otras democracias ante las dictaduras de Europa.

Bien, Pablo fue capturado, amontonado en un vagón de ganado y trasladado a un campo de prisioneros, clasificado, juzgado por un consejo de guerra y fusilado. Tenía poco más de veinte y tres años y era ya un viejo enfermo y agotado después de tres años de guerra y unos meses de prisión infames en condiciones infrahumanas. puede imaginarse los detalles, de hecho últimamente se han publicado algunos libros que tratan de la represión en las prisiones franquistes hechos por algunos historiadores que ya no osan pasar de puntillas por encima de tanto de horror y ya no se limitan a contar el número de muertes aquí y allí, sino que entrevistan a los pocos supervivientes que todavía quedan vivos, y describen los padecimientos y los horrores con sus palabras, palabras que ningún intento de reconciliación podrá apaciguar o hacer más suaves. Estos recuerdos son como los clavos con los que se cuelga el cartel de una infamia que muchos quieren olvidar por conveniencia y que otros han intentado enterrar por pudor o vergüenza.

Lo que le pasó a Damián forma parte también de las historias del exilio. Unos compañeros a los que encontré, y no fue fácil hacerlo pues cuando Franco mandaba, y mandaba mucho, nadie quería hablar de eso - pues incluso los vencidos lo que querían era pasar desapercibidos y rehacer sus vidas mezclados con los vencedores, muchos los cuales, pronto se dieron cuenta que la guerra no la habían perdido sólo los republicanos sino también los nacionales que, una vez utilizados como carne de cañón, vieron que las estructuras sociales en el nuevo estado no cambiarían y que continuarían mandando los de siempre - , me explicaron que mi hermano pequeño hizo la guerra a Cataluña, luchó en la batalla del Ebro, una carnicería espantosa en la que murieron más de sesenta mil personas y después, formando parte del ejército derrotado, retrocedió hacia la frontera y pasó a Francia cuándo los fascistas los empujaron hacia} el norte a raíz de su última ofensiva. Damián caminó con sus compañeros por una carretera apretada de refugiados y fugitivos mezclados con los restos de un ejército vencido, ametrallado por los aviones franquistas que no distinguían entre civiles y militares al mismo tiempo de destruir todavía más unos seres que ya no podían presentar ninguna oposición a su triunfo; de hecho, eso no les había importado nunca, pues los bombardeos de las ciudades fueron una constante de los fascistas a lo largo de la guerra. En Francia, Damián fue trasladado a un campo de internamiento situado en las playas de Argelès-sur Mer, cerca de la frontera, un cubil asqueroso donde fueron amontonados muchos hombres en unas condiciones que de tan peores produce rabia explicarlas . Para salir de allí sólo tenían dos opciones, volver a España y sufrir los deseos de venganza y la justicia de los fascistas, o alistarse a los batallones de trabajadores del ejército francés, batallones de marcha les llamaban, aunque, de hecho, no eran más que unidades de hombres utilizados como mano de obra barata para trabajar en las fortificaciones de la Línea Maginot francesa y a cualquier punto donde hiciera falta un par de brazos dispuestos a trabajar con el fin de salir del campo.

Damián no tuvo suerte. Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940, lo capturaron como muchos otros y, después de pedir opinión al gobierno de Franco, y que su cuñado, Serrano Súñer, que todavía es vivo aunque tiene más de cien años, dijera a los nazis que aquellos hombres no eran españoles, los enviaron a los campos de exterminio. Mi hermano fue a parar en el campo de Mathausen, donde con un traje de rayas y un triángulo morado con una S, símbolo de Spanien - español - cosido en el pecho, trabajó en la cantera subiendo piedras por una escala interminable sometido a las brutalidades de los guardias de las SS hasta que, agotado, murió. Esta historia se ha explicado muchas veces, pero hace falta recordarla, ya que no sólo fueron los judíos los que sufrieron el exterminio por parte de los nazis, muchos otros colectivos también fueron a los campos de la muerte. De hecho, hacia el final de la guerra mundial, en el campo de Mathausen, los prisioneros sublevados se hicieron con el control de las instalaciones antes de que llegaran los soldados norteamericanos y una bandera republicana ondeaba encima de los muros. Fue también un catalán, Francesc Boix, quien hizo las fotografías que inculparon los cabecillas alemanes en los juicios de Nuremberg haciendo posible sus condenas por crímenes contra la humanidad. Esta es una historia demasiado horrible para olvidarla, y por ello hay grupos, como el Amical de Mathaussen, que intentan preservar la memoria de los hechos, aunque los gobiernos españoles de la democracia han pasado por encima de este tema de puntillas, sin querer reparar esta injusticia ni que fuera de manera simbólica.

No crea que el de mi hermano Damián fue un caso aislado. Ojalá. muchos otros republicanos murieron en los batallones de trabajo franceses, sobre todo en los territorios del norte de África construyendo ferrocarriles, o bien a las filas de la resistencia luchando contra los alemanes. Y los que, después de un tiempo en los campos, decidieron volver a España no lo tuvieron tampoco fácil. Primero, una vez atravesada la frontera, eran librados o detenidos por la Guardia Civil que los enviaba al centro de detención del castillo de Figueras. De allí en trenes de ganado a los puntos de clasificación de Miranda de Ebro, Madrid o Reus, donde se investigaba con mucho cuidado el pasado de los devueltos, dictaminando su grado de responsabilidad a lo largo de la guerra y, en el mejor de los casos, aquellos que sólo habían sido soldados, eran enviados a los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, unidades de detención dedicadas a la reconstrucción de todo lo que la guerra había estropeado, especialmente puentes y carreteras, o bien construían fortificaciones. Una vez acabado el tiempo de estancia en los batallones todavía tuvieron que hacer de soldado en las filas del ejército vencedor, es decir, que hubo gente que salió de casa el año 1936 para ir a luchar por la República y volvió más de diez años después. Y éstos todavía tuvieron suerte y podían decirse afortunados, pues muchos otros fueron muertos a lo largo de la guerra o en las prisiones, o bien se tuvieron que exiliar en Francia o en México.

Es decir, ya saben que perdí un hermano fusilado por los franquistas y otro muerto en manos de los nazis. Y todavía no lo han oído todo.

... Continúa.

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