Los niños de la guerra 3 de 3

Como le he explicado, la madre y yo estábamos en el caserío de los tíos y allí permanecimos pues fue imposible volver a Madrid. Además, tal como fue la guerra en los primeros meses, parecía que allí estaríamos más seguros. Puede imaginarse lo que fueron aquellos tiempos para nosotros. La madre se hundió al saber la noticia de la muerte del padre y, además, empezó a sufrir por sus dos hijos que estaban en el frente. Yo creo que no volvió nunca a ser la misma persona, afectuosa y risueña, que yo conocía antes de que estallara la guerra. Aquellos meses a Bilbao y al campo fueron horribles. Los fascistas bombardeaban a menudo la ciudad decididos a romper la resistencia de las tropas de la República por el camino más fácil: hundir la moral de los civiles en la retaguardia. Vosotros no habéis sufrido nunca el terror de un bombardeo y ojalá nadie tenga que volver a sufrirlo nunca más, aunque creo que los hombres encontrarán siempre una mala razón para matarse y destruir todo aquello de magnífico que él mismo es capaz de construir como ser humano. En un bombardeo, primero se sentían las sirenas sonando para advertir a la población de la proximidad del ataque; entonces todo el mundo empezaba a correr para encontrar el mejor refugio posible, ya fuese a los bajos de las casas o a los pocos refugios que se construyeron. La angustia de las carreras por llegar hasta los refugios te ponía al corazón a la boca, pues eras consciente que corrías para salvar tu vida, que las bombas podían caer en cualquier momento y que la muerte podía llegarte también en cualquier momento. De los refugios, a oscuras, amontonados con otras personas, sufriendo, rogando, temblando de miedo a los brazos de la madre o de los tíos, recuerdo los olores, el sudor agrio del miedo que transpirábamos los cuerpos, el ferum de los meados de aquellos que no podían aguantar la tensión de los largos ratos bajo suelo, y el silencio. El silencio de un montón de gente que cautivada, aguantaba la respiración oyendo el ruido penetrante de las bombas que caían, de veces muy próximas, otras veces más lejanas y, siempre, a cada nueva explosión tenías la convicción de que habías sobrevivido a otro peligro. Sólo tenía doce años pero creo que a lo largo de los bombardeos me hice grande de golpe.

Las alarmas podían durar horas y cuando los aviones se retiraban, las sirenas anunciaban el fin del peligro y podíamos dejar los refugios. Todos salíamos a la calle como sonámbulos, intentando acostumbrar a los ojos en la luz, con el vértigo del miedo que habíamos pasado allí dentro. Y al salir había que volver a casa, esperando que todavía fuera de pie, y buscar a los parientes y a los vecinos para comprobar que todavía estaban vivos. Por mucho que se lo explique o que lo haya visto en el cine o en la televisión, el espectáculo de las casas hundidas, reventadas, es impresionante, todo el poder de la fuerza de destrucción del hombre lanzado sobre una población indefensa que cada vez más sufría la angustia de su vulnerabilidad y el hecho que sus tropas, aquellos que los defendían, iban perdiendo la guerra en el campo de batalla. En un de los bombardeos, una bomba cayó en casa de los tíos. El tío, la prima mayor y sus abuelos murieron una noche en que ni tan solos tuvieron tiempo de correr en los refugios. Dolor y más dolor, a la tragedia de mi madre se añadía ahora la de su hermana, ambas viudas, con una hija pequeña y sin recursos.

Los bombardeos iban destruyendo todas las ciudades. Los alemanes de la Legión Cóndor, los nazis aliados de Franco, destruyeron Guernica arrasándola hasta los cimientos sólo por comprobar los efectos de un ataque en masa. Y todavía, después de la guerra, oí cómo los fascistas decían que la ciudad la destruyeron los rojos en su retirada para retrasar el avance del glorioso ejército nacional. Y se que los hechos de Guernica, por su salvajismo y por la resonancia del cuadro de Picasso, van, incluso, provocar un pasmo de horror en toda Europa. Pese a todo, pasada la primera impresión, nadie hizo nada para ayudar a los republicanos, y los aviones alemanes, y también los italianos, continuaron sus ataques sobre los civiles. No hace mucha vi en la biblioteca un libro sobre los bombardeos en Cataluña. En las fotografías se reflejaba el miedo a las caras de las mujeres y los niños mientras huían de las bombas. Eran las mismas caras que yo vi en Bilbao. Créame, cuando los pueblos sufren el horror, todos somos iguales.

Un día, cuando la angustia del terror de las bombas tan insoportables se había convertido en algo cotidiano a lo que ya nos habíamos hecho, mi madre me dijo que tenía que irme lejos, al extranjero, con mi prima. El gobierno tomó la decisión de evacuar el mayor número posible de niños para alejarlos de los peligros de la guerra y proporcionarlos una estancia digna en centros de acogida de otros países donde podrían crecer, estudiar y vivir sin peligros y, sobre todo, podrían comer. Porque todavía no se lo he dicho, pero la guerra hizo imposible mantener la distribución normal de comida. En los campos, los campesinos continuaban cultivando pero se guardaban o vendían bajo mano una parte de las cosechas y bien poca cosa llegaba a las ciudades. Muchas personas en toda la zona republicana, las que tenían parientes en el campo o bien mantenían una casa en el pueblo antes de emigrar a las ciudades, se refugiaron en ellas por miedo de los bombardeos a las ciudades. En el campo todavía podía comerse, como mínimo a lo largo de la guerra. Después, con el racionamiento, las requisaciones de los inspectores, las delaciones y el mercado negro, muchos se enriquecieron, pero la mayor parte de la población pasó hambre, mucho hambre, hasta bien entrados en los años cincuenta. La guerra nos llevó eso, hambre y miseria, como todas las guerras.

Bien, como le decía, para huir del hambre y las bombas organizaron expediciones de niños a Rusia, Francia, Bélgica y México. A mi prima Marta y a mí nos enviaron a un orfanato de Bélgica. Recuerdo la mañana gris y lluviosa en que nos llevaron al puerto de Bilbao para embarcarnos en un barco destartalado que tenía que llevarnos a Francia y de allí en tren hasta nuestro destino final. Yo no comprendía porque tenía que separarme de la madre, porque ella no podía venir con nosotros y tenía que quedarse en Bilbao. Entonces no lo sabía, pero al lado del interés por protegernos, había también un efecto de propaganda destinado a mostrar en el mundo los padecimientos de la población civil en el territorio controlado todavía por la República. Cuando con nuestras maletas de cartón muy cogidas en la mano caminábamos por el muelle húmedo, unas cámaras de los noticiarios nos iban filmando para ilustrar los reportajes donde se explicaba el cuidado que el gobierno tenía de nosotros. A mí me gustaba mucho el cine. Los padres me llevaban a menudo a Madrid a ver las películas americanas que hacían a los cines de la Gran Vía; recuerdo a los artistas que cantaban y bailaban y nos hacían soñar; después, al salir, el padre siempre nos compraba un helado de cucurucho y volvíamos caminado a casa. Muchos años después de la guerra, con tu abuelo, íbamos también al cine, a las sesiones dobles que hacían al barrio, donde pasábamos la tarde del domingo olvidando los problemas, sin embargo ya no era lo mismo pues a mí me ponía muy triste el recuerdo de los días felices y me venían ganas de llorar al ver las películas. El abuelo reía y me decía: "Mira que eres de mema, ¿no ves que no sufren de verdad?" ; yo reía y él me pasaba la mano por la mejilla con ternura. Nunca le dije por qué lloraba.

Me despedí de la madre en el puerto. Llorábamos. Creo que un sentimiento muy profundo, una sensación, nos decía que no nos volveríamos a ver nunca más. Y así fue. Al cabo de pocos días, en otro ataque, una bomba la cogió en medio de la calle cuando intentaba acercarse al refugio, se había pasado toda la mañana haciendo cola para conseguir un poco de comida. Recuerdo su cara triste, envejecida por los padecimientos de los últimos meses, los ojos hundidos y llorosos que aún, sin embargo, conservaban un punto de la firmeza y la bondad que yo había conocido. La ropa negra parecía una mortaja prematura, sin embargo el olor, el olor suave era la de mi madre, la misma con la que yo reconocía su presencia cuando se acercaba a mi cama para arroparme a las noches o a levantarme por las mañanas cuando me hacía la dormida por permanecer unos minutos más en la cama y, con esta excusa, ella me hacía cosquillas y reíamos mientras me levantaba. Todo eso lo perdí una madrugada en el puerto de Bilbao. Ahora ya sabe porque me gusta tanto velar, ir a ver como duerma o despertarme por la mañana. Está como sí yo fuera mi madre y vosotros la niña pequeña que yo era entonces.

En el barco, los marineros y los responsables de la expedición hicieron todo lo posible para hacernos olvidar que dejábamos atrás nuestras familias. Nos decían que todo sería como una excursión, que podríamos jugar y estudiar allí donde íbamos y que, una vez acabada la guerra, todos volveríamos a casa con los padres. No lo consiguieron. Los más pequeños lloraban llamando a sus madres y nada podía hacerlos contentos. Nosotros, los más grandes, como la Marta y yo, éramos conscientes de los motivos de la marcha, habíamos visto ya mucha guerra y oído muchas esperanzas que no triunfaron como para creer que lo que estábamos haciendo era sólo un viaje provisional. Desembarcamos en Bordeaux; allí, las enfermeras de la Cruz Roja nos dieron leche, galletas y caramelos para endulzarnos el aprieto. Hacía mucho tiempo que no podíamos tener unos requisitos de este tipo, y a pesar de la añoranza que ya sentíamos, las comimos a gusto. Después, una vez divididos por destinos, nos separaron. Un grupo de unos veinte, con un par de acompañantes, subimos en un tren y enfilamos hacia el norte, en Bélgica, en un orfanato o casa de acogida cerca de Gante. Mientras el tren hacía su camino atravesando Francia no teníamos bastantes ojos para ver todo aquello que era nuevo para nosotros: los campos verdes, los ríos, los paisajes salvajes y las hojas abiertas con las casas de campesino aquí y allí. Todo era muy bonito pero nadie no podía disfrutarlo pues el recuerdo de los padres, sus figuras temblorosas en el puerto de Bilbao eran una imagen demasiado próxima y terrible como para poder olvidarla de golpe. Del viaje recuerdo por encima de todo una cosa: la sensación de paz, la ausencia del ruido penetrando de las alarmas y el silbido incisivo de las bombas al caer desde los aviones, aunque habíamos huido de la guerra, las pesadillas nos duraron muchos días, de hecho, no creo que a ningún niño que viviera una experiencia como la nuestra haya poder olvidarla nunca, pues todavía ahora, y ya han pasado muchos años, me despierto por la noche oyendo el miedo de las bombas.

En París cambiamos de tren y, poco después, cansados y hechos pasar hambre, llegamos a nuestro nuevo hogar. Los belgas se portaron bastante bien con nosotros; éramos los pequeños espagnols, aunque alguna vez también oí que nos llamaban las rouges, los rojos, como si los niños fueran iguales que sus padres. Y cabe decir que yo estoy muy orgullosa de mi padre, de cómo vivió y de que muriera defendiendo aquello en lo que creía, sin embargo este odio que oía entre algunos campesinos y algunos educadores, era el resultado, lo entendí mucho tiempo después, de la propaganda que los fascistas y las organizaciones de derechas que les daban apoyo a Europa difundieron sobre los peligros de permitir la existencia de un gobierno de izquierdas en España, explicando los excesos de los republicanos y la importancia creciente de los comunistas.

Recibí la noticia de la muerte de la madre al cabo de pocas semanas de estar en Bélgica. Me hundí. El padre, la madre y los tíos muertos, y mis hermanos en el ejército y sin noticias de ellos, pero sabiendo que la guerra continuaba y que los fascistas íbamos ganando terreno. Caí enferma con fiebres muy altas y así permanecí unos cuantos días hasta que me llevaron al hospital. La fiebre provocada por la noticia desapareció al cabo de poco tiempo, pero el dolor no me abandonaría ya nunca más. Antes alegre, era ahora una chica muy amodorrada, ausente, sin querer participar en los juegos de los otros niños, sin hacer caso de los intentos de mi prima Marta para sacarme de aquel desconsuelo sin fin. Lloré y lloré hasta agotar las lágrimas. Estaba en una tierra extranjera, sin padres, con los hermanos muy lejos, sin saber si podría volver en casa y verles otro golpe. Todavía ahora no sé cómo no me volví loca. Poco a poco, haciendo un esfuerzo, con la ayuda de las otras niñas y de los maestros voy volviendo en mí, de uno forma diferente, claro, sin embargo como mínimo me interesaba por alguna cosa, para las lecciones que nos impartían en castellano y en francés, aquel idioma melodioso del que lo primero no podía entender nada y que después acabé aprendiendo con rapidez para poder hablar con las madmoiselles que tenían cuidado de nosotros. Y la vida, otro golpe, parecía que tal vez se enderezaría. En mis sueños creía que podría volver a ver a Pablo y a Damián, que los tres viviríamos otra vez juntos en la casa de nuestros padres en Madrid una vez acabada la guerra. Mucho tiempo después comprendí que mi cerebro había reaccionado creando un mundo ideal que sustituyera el perdido, pero que yo sepa, eso tampoco se cumplió.

Y un día nos llegó la noticia: la guerra se había acabado. La República había sido vencida y los fascistas eran los amos. Todo el grupo pensó el mismo ¿a donde volveríamos? cómo podríamos reencontrarnos con el nuestros hermanos, padres, con nuestras familias, con los que habían poder sobrevivir?. Las madmoiselles nos dijeron que mucha gente huía de España por miedo de los vencedores y que, de momento, sería muy difícil organizar la reunión con nuestras familias; allí, en Bélgica estábamos bien y, de momento, podríamos quedarnos hasta que todo se arreglara. Así fue, pero nadie contaba con lo que pasó a todo el mundo. Una nueva guerra. Eso ya lo saben. Los nazis invadieron Bélgica el año siguiente, y otra vez empezaron los miedos, las correderas, volvimos a oír los aviones en los bombardeos. Todo se hundió por segunda vez. Los alemanes se hicieron los amos y nosotros, después de unos días de correr sin destino para unas carreteras apretadas de refugiados, volvimos al orfanato, dispuestas a continuar. Ahora, entre las madmoiselles y nosotros se había hecho un vínculo más fuerte pues nos unían los afectos de los vencidos, de aquellos que necesitan creer en algo, tener una esperanza por más pequeña que sea. El orfanato se llenó con otras niñas belgas, francesas, hijas de refugiados de países de toda Europa cuyos nombres recordaba de las clases de geografía de antes de la guerra. Habíamos aprendido a vivir cada día sin pensar que haríamos al día siguiente. Con quince años recién cumplidos, mis esperanzas se habían desvanecido hacía mucho tiempo.

Y todavía fue peor. Un día se presentaron en el orfanato unos hombres que hablaban español. Reunieron al grupo de refugiados y nos dijeron que el gobierno español había decidido repatriar a todos los niños que la barbarie marxista había sacado de España. Nos dijeron que teníamos que estar muy agradecidos al Caudillo, a Franco, que en su inmensa bondad se preocupaba por nosotros y nos devolvía al seno de la patria. Una de las madmoiselles me explicó después de que aquellos hombres venían de las embajadas franquistas en Bruselas y París y que, con la ayuda de los nazis, buscaban todos los niños distribuidos por los orfanatos para devolverlos a España. Me dijo también que no podía hacer nada por nosotros, que éramos demasiado pequeñas para escondernos sin que nadie sospechara y que, una vez identificadas por los agentes españoles, era completamente imposible justificar nuestra ausencia, además, el control de la policía de las fuerzas de ocupación nazis era tan fuerte que, incluso si huyéramos, nos cogerían al cabo de pocos días y nos entregarían otra vez a los fascistas. Me animó diciéndome que no perdiera el espoir -la esperanza- de reencontrar a mis hermanos.

Dos días después vino al orfanato un autocar que nos llevó a la estación. En el tren deshicimos el camino hacia la frontera española atravesando todo Francia de norte en sur hasta Hendaya. Los campos franceses, los bosques, los ríos, ya no me parecieron tanto bonitos como a la ida, habían perdido la frescura de unos años atrás. Ahora, los uniformes grises de los soldados alemanes, omnipresentes por todas partes, recordaban en cada paso que Francia era también un país ocupado, vencido, como España, y que aquellos que nos conducían eran amigos de los vencedores, eran, de hecho, los que tiraron las bombas a Bilbao, en Guernica, los que, en definitiva, habían matado a mi madre. Con quince años era plenamente consciente de lo que me esperaba. Sin parientes, iría a parar en un orfanato hasta que, si tuviera suerte, podría reunirme con mis hermanos o sería adoptada, aunque no confiaba mucho en que una familia quisiera hacerse cargo de una chica ya mayor como yo, casi bien una lo hace.

Atravesamos la frontera y otra vez vimos las cameras de los noticiarios. Al salir de Bilbao la propaganda republicana nos filmó, al atravesar el puente de Irún fueron los fascistas los que nos filmaron. No se lo creerá, la propaganda fascista desplazó a la frontera grupos de falangistas, enfermeras, e incluso una banda de música que tocaba marchas militares y pasodobles para simular los reencuentros de los niños que volvían y sus familias. Algunos de nosotros sí que tenían su madre o algún familiar, avisado por las autoridades, en el andén de la estación, el gozo, aunque pública, fue fingida. Los otros, aleccionados, tuvimos que poner cara de felicidad para la filmación y, por primera vez, tuve que levantar el brazo mientras todo el mundo cantaba el Cara al Sol, entonces no conocía la letra del himno de los fascistas, pero puedo bien asegurarle que me hice un ahíto de cantarla los años siguientes.

Una vez acabada la fiesta, el mismo tren, ahora ya en silencio, nos llevó hacia Madrid y, una vez llegamos, nos llevaron al orfanato. No le explicaré el resto, todavía es más escalofriante que lo que le he explicado hoy. Quizás otro día. Mi hija, y tu Clara, ya lo sabéis, cuando vemos por televisión estos reportajes sobre los niños de la guerra, ya sabes por qué lloro y se me revuelve el estómago. Pienso en mis años de infancia, en mi familia sacrificada en la guerra, el padre, la madre, los hermanos, todos muertos, demasiados muertos. No lloré más, piense que a pesar de las dificultades salí adelante, me casé con un hombre aún tuve una hija y después una nieta y que todavía le he poder explicar lo que pasé. muchos otros no tuvieron esta posibilidad y si alguien continúa escribiendo nuestra historia, por mucho que los políticos no quieran tocar un tema que les quema entre los dedos, como mínimo, de aquí unos años, en las bibliotecas quedará nuestro testimonio... cuando todos nosotros ya estemos muertos.

... Fin.

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